En las últimas semanas, los residentes y voluntarios del albergue han dicho que se ha intensificado la prohibición de cocinar y vender afuera de las carpas. En una operación llevada a cabo el 17 de octubre en la que el Departamento de Parques y la policía de Nueva York confiscaron toldos y otros equipos.
Este artículo se publicó originalmente en inglés el 22 de noviembre. Traducido por Daniel Parra. Read the English version here.
Desde agosto, la ciudad está utilizando el complejo de carpas como refugio de acogida para 2.000 personas en Randall’s Island para alojar a inmigrantes solteros y parejas de inmigrantes, en uno de los más grandes Centros de Ayuda y Respuesta de Emergencia Humanitaria (HERC por sus siglas en inglés) de la ciudad, construido sobre una parte de los campos de fútbol del parque.
La instalación está fragmentada en cinco carpas blancas de gran altura. Duchas, baños y una zona de distribución de alimentos se encuentran fuera de las carpas, donde los catres están a escasos centímetros unos de otros.
Las autoridades municipales afirman que en el último año y medio han llegado a la ciudad más de 140.000 inmigrantes, de los cuales aproximadamente 65.000 permanecen en el sistema de refugios de la ciudad. Ante las escasas opciones de trabajo y los plazos de acogida impuestos por la alcaldía, algunos han recurrido a la venta ambulante.
A mediados de octubre, cuando City Limits visitó las instalaciones en Randall’s Island, había varios vendedores ambulantes alrededor de las carpas. Cuatro barberos al aire libre cortaban el pelo, mientras otros extendían mantas de colores sobre la hierba para vender ropa y otros artículos. Algunos grupos de personas con scooters ofrecían viajes a la estación de metro más cercana por unos pocos dólares; otros cocinaban y preparaban comidas y aperitivos para vender. A lo largo de la barricada de acero entrelazado, había carritos de supermercado aparcados, llenos de botellas de plástico en bolsas.
En las últimas semanas, los residentes y voluntarios del refugio han afirmado que se han intensificado las medidas coercitivas en torno a cocinar y vender en el lugar, entre ellas una operación llevada a cabo el 17 de octubre en la que el Departamento de Parques y la policía de Nueva York (NYPD) confiscaron tiendas de campaña y otros utensilios de cocina, así como scooters y carritos de la compra utilizados por muchos para recoger botellas usadas para reciclarlas.
El personal de la oficina de parques regresó el 14 de noviembre para impedir que la gente cocinara cerca de los árboles —lo que está prohibido por las normas del parque— y para devolver las mesas de picnic que habían sido trasladadas.
El portavoz de NYC Parks, Gregg McQueen, dijo que los agentes siguen “haciendo cumplir las normas vigentes en todos los parques de NYC, incluidas las que prohíben las ventas no permitidas y los fogones ilegales”. No se emitieron citaciones, añadió, y se distribuyeron folletos sobre las normas de los parques.
La agencia dijo que, si bien cualquier persona es libre de utilizar las parrillas del parque dentro de las 12 áreas de picnic designadas, está prohibido cualquier tipo de llama abierta o fogata en el terreno.
“Ayer los muchachos hicieron arroz y no dejaron que lo regaláramos”, dijo Ramón Villazana, de 28 años, a City Limits en español a través de un mensaje de texto el pasado miércoles. “Nos lo hicieron bajar así crudo”.
Villazana, un solicitante de asilo venezolano que llegó a la ciudad hace más de un año y se aloja con su familia en otro albergue de emergencia, había estado durante las últimas semanas, junto con otros dos inmigrantes, proporcionando comidas calientes y gratuitas a quienes se encontraban en Randall’s Island, utilizando las donaciones que recibían. Aunque el centro HERRC sirve tres comidas al día, incluida una cena caliente por la noche, algunos residentes se quejan de la calidad de la comida y de las porciones.
Arriba: voluntarios preparando comidas para los residentes del albergue de Randall’s Island el 18 de octubre. Fotos de Adi Talwar.
Cuando City Limits visitó el parque convertido en albergue a finales de octubre, Villazana se preparaba para servir unos 25 almuerzos de carne a la parrilla o pollo asado sobre una cama de ensalada y yuca hervida. Su objetivo, dijo, era “ayudar, así como personas nos ayudaron cuando llegué a este país”.
Para otros, cocinar representaba una oportunidad económica ante la espera de los vencimientos plazos de estadía en el refugio. Algunos, como José, de 28 años, pensaban que el aislamiento de la isla en el East River la convertía en un lugar ideal para que surgieran vendedores ambulantes.
“Este era mi sueño cuando salí de Ecuador, cocinar en Nueva York”, dijo en español José, que pidió que no se utilizara su nombre completo por temor a represalias. Su objetivo es vender su comida en la avenida Roosevelt de Queens, una zona popular entre los vendedores.
Daniel Parra
José cocinando arroz y lentejas.José, quien ese día cocinaba arroz con lentejas y carne a la parrilla, había adaptado una parrilla con ruedas para cocinar al aire libre: sobre un carrito de supermercado colocó la mitad de un barril de metal, y en él apiló leña y una parrilla. La gente pasaba por allí desde el mediodía preguntando por el menú del día, y a la una de la tarde, varios clientes estaban sentados alrededor de su carpa con toldo, preguntando cuándo estaría listo el almuerzo.
“De toda la gente que ves”, dijo José, señalando a las otras ocho carpas con toldo que esa tarde de octubre vendían algún tipo de comida latinoamericana, “yo soy el único que cocina con leña, y ya sabes que eso da un sabor único”.
El pequeño puesto de comida no sólo le ayudaba a mantener a su familia y a sus hijos en Ecuador, explicó, sino que le permitía ofrecer unos pocos dólares y un plato de comida para compensar a otras personas que le ayudaban con la operación: abastecer leña para el fuego de la cocina, lavar las herramientas y utensilios de cocina, llevarle y traerle del supermercado de Harlem para comprar los ingredientes. “Es mejor vivir entre inmigrantes, no hay quejas”, dice José.
Cuando las agencias de la ciudad disolvieron el mercado el 17 de octubre, José estaba esperando en el Hotel Roosevelt —el principal centro de acogida de inmigrantes de la ciudad— para volver a solicitar su ingreso en el sistema de albergues, como parte de una política de la ciudad que limita la estancia de la mayoría de los inmigrantes en los albergues a 30 ó 60 días. El plazo de 60 días de José había expirado.
Ese martes por la tarde, recibió una videollamada de un compañero que le comunicaba que le habían confiscado sus tres carros de supermercado. “Estaba todo allí”, dice José, incluida su bicicleta, su ropa y los suministros que había acumulado para cocinar y vender: salsas, condimentos, cuchillos, ollas, tablas de cortar, platos de cartón, utensilios de plástico y servilletas.
“¿Por qué?”, preguntó a un periodista por mensaje de texto. “Estábamos lejos de la ciudad, no molestábamos a nadie allí”.
Un día después de la operación de octubre, sólo tres inmigrantes se habían aventurado tímidamente a cocinar en la zona del conjunto de tiendas de campaña de la isla, según la observación de City Limits. Si bien había pocos, sus ollas atraían a oleadas de comensales que se sentaban a comer en las mesas de picnic del parque, mientras otros comían de pie y algunos pedían comida para llevar. Sólo había una barbería en funcionamiento.
Adi Talwar
Yoselín preparando pastelitos al estilo venezolano, que vendía a $2 dólares cada uno.
En una de las mesas, Yoselín y Carmen, dos residentes del albergue, preparaban pastelitos al estilo venezolano, montándolos según las peticiones de la gente—queso; queso y jamón; o papa y carne— antes de freírlos por $2 dólares cada uno.
Tres semanas antes, Yoselín, quien pidió que no se utilizara su nombre completo por temor a represalias, había pedido prestados $40 dólares a otro inmigrante que conocía en el albergue. “Con eso compré un termo, café, azúcar, agua y vasos de plástico”, cuenta Yoselín, de 34 años, y añade que empezó vendiendo café por un dólar.
En pocos días, vendiendo de 7 de la mañana a 11 de la noche, había pagado el préstamo inicial y tenía suficiente para ampliar el negocio. Compró un tanque de propano y una estufa cuadrada de un solo hornillo para freír los pastelitos, mientras Carmen, con quien se había hecho amiga en el HERRC, tomaba los pedidos y ponía el relleno en los patelitos.
El día de la operación de octubre, en cuanto vieron a la policía, lo recogieron todo y se marcharon. “Se llevaron el toldo”, cuenta Yoselín.
Arriba: Gente preparando comidas para comer y vender en Randall’s Island el 18 de octubre. Fotos de Adi Talwar.
Yoselín siguió vendiendo hasta el 22 de octubre, cuando expiró la estancia de ella y su marido en el albergue de Randall. Con los ahorros que habían conseguido, pudieron alquilar una habitación en Fordham Heights, en el Bronx, donde pagan $1.450 dólares al mes.
Pero desde que dejó de vender, los ingresos de la pareja han disminuido y ahora le preocupa que no puedan pagar el alquiler del mes que viene.
Yoselín sale a buscar trabajo y pregunta a sus conocidos, pero desde que dejó Randall’s no ha encontrado empleo. Su marido ha trabaja como conductor de una app, pero a la pareja le preocupa no poder enviar fondos a sus hijos en Venezuela.
“Nos reinventamos y pudimos alquilar”, dice, pero “ya no queda dinero”.
Para ponerse en contacto con los reporteros de este artículo, escriba a Daniel@citylimits.org. Para contactar a la editora, envíe un correo electrónico a Jeanmarie@citylimits.org.
One thought on “Afuera de las carpas de Randall’s Island, inmigrantes cocinan para vender o donar”
La instalación está fragmentada en cinco carpas blancas de gran altura.